viernes, 14 de mayo de 2010

Porteros de bronce.

Eran largas y cansinas las tardes en casa de mi abuela Toña, casi puedo decir que una tarde era idéntica a la que le precedía y la nueva tarde sería la plantilla perfecta para la siguiente: Ver tomar café a la abuela cerca de la una, para las dos, los tíos ya habían comido y ya habíamos visto Codazos, Futbol al día o lo que fuera, para las tres, ya había leído yo el periódico en compañía de mi tía Leticia; a las cuatro, tarea, y a las cinco y de ahí en adelante sólo había un tema y un sonido que me hipnotizaba, que me llamaba cual sirena y que terminó por hacerme romper las cuerdas que me ataban a la rutina infantil. Era el sonido de los niños entrenando al futbol en mi amada cancha del Club Condors.

Mi abuela vivía en una casa grande, muy grande, que había comprado mi tía como muestra de estatus quo, como muestra de una coronación de la pobreza, a base de ganarse a cada paso la vida, con largas jornadas laborales de quince horas. De ahí, que nosotros sus sobrinos tuviéramos inculcada la cultura de trabajar todo el tiempo, a todas horas, a cualquier edad. Y ahí era donde me jodía. Nunca pude tener una buena tarde completamente libre para ir a ver a los niños entrenar y ni pensar en un sábado ver a los muchachos, a los que yo realmente admiraba, enfrentarse a la escuela de Milo Cruz, que era el clásico de clásicos, ni mucho menos tuve la oportunidad de ver un Condors-Lobos, equipos de colonias vecinas. Hasta que un día, algo pasó.

Una tarde regresando de la secundaria, un amigo que también se perdió en la distancia y con los años, Dan, animadísimo me dijo “Acompáñame al entrenamiento” , le contesté “Pero ahí no se puede entrar si no eres del equipo”, plática que Dan selló con un “Pos a mí sí me conocen y te van a dejar entrar”. Esa fue también la primera vez que viví un tráfico de influencias benévolo para mi persona.

El primer héroe futbolista que encarné en el juego del “yo soy tal o cual” fue Gustavo Adolfo Moriconi, portero de los Rayados. Eso fue no sólo por que me gustaba su estilo, sino también por que los amigos de Dan, todos, eran rayados. Hubiera sido suicidio futbolístico-social el revelar cualquier otra filiación, aunque a decir verdad, mi amor tigre aún no veía luz en este mundo.

Pasó algo de tiempo, comencé a entrenar con Condors, y en mi cumpleaños de ese año, mi abuela Toña me hizo el primero de los únicos dos regalos que me duraron para toda la vida: Un balón de futbol. Amarillo con gajos azules, en uno de ellos grabado el sello del América, con un pivote tan grande que parecía pezón, pezón del que mamaría el resto de mi vida.

Después de aquel regalo, todo cambió. Siempre encontré el tiempo para pasar un tiempo con él, pateando horriblemente en el portón trasero de la casa prestada en la que vivíamos, hasta altas horas de la noche, por que de día era cosa inexcusable jugar dadas las circunstancias laborales que de niño viví. Mi hermano, ahora mi amigo, disparaba unas pedradas brutales a las que yo aprendí a meter las manos y el pecho sin tener miedo, sabiendo que no tener miedo era lo único que yo hacía mejor que mis compañeros de Condors.

Un día hablando con David, el pacientísimo entrenador de esos chiquilines que éramos, le dije que yo estaba listo para la responsabilidad de los tres palos blancos de Condors, que yo era el indicado para defender el orgullo y el honor de las redes locales. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo, en casa y mi abuela compraron el cuento sin mayores explicaciones. Como si yo me apersonara hoy en el Universitario y dijera “Soy el portero legendario que buscaban” y ellos me contrataran sin chistar, así fueron en casa. Me creyeron no por que yo fuera un buen mentiroso, sino por que no sabía, ni sé ni sabré nunca, ocultar la profunda pasión y emoción que me desperaba llevar la portería a cuestas. Yo contaba mis hazañas porteriles cual si de epopeyas se trataran, como si fueran batallas épicas. Llevaba a cuestas las heridas de guerra y las presumía como se presumen a los hijos, como si dentro de diez o veinte años, los hijos de los hijos de los demás fueran a contar mis hazañas.

Pasaron los entrenamientos, meses y unos años, hasta que llegó de nuevo otro cumpleaños y otro regalo. Eran unos porteros, dos, que servían para acomodar libros entre ellos, de bronce ellos. La semana pasada los encontré, en mi casa de renta, cerca de quince años después. No puedo describir la emoción que sentí, al recordar a mi abuela Toña entregarme ese regalo. La misma semana pasada, tuve la fortuna de volver a defender una portería. No puedo describir la emoción que sentí al realizar una de las mejores atajadas que jamás haya hecho, convirtiéndome para siempre en portero, portero de bronce.

2 comentarios:

  1. Aunque soy una mujer, me encanta el futbol! en la universidad se hizo el primer torneo y no ganamos, pero como nos divertimos! admiro a los verdaderos jugadores porque es extenuante y nada facil correr por toda la cancha tanto tiempo. Mi posicion favorita siempre como tu, la porteria!

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  2. Danzon09 muchas gracias por tus comentarios, también tuve la oportunidad de participar en torneos, pero en la prepa y quedamos en primer lugar de autogoleo.

    No recuerdo, pero creo que este es el primer comentario de un lector en el blog.

    Muchas gracias por leerme.

    ¡Saludos!

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