jueves, 30 de julio de 2009

Nenas del futbol

Unos recuerdan fechas, otros, números, otros, nombres, otros, situaciones y hay quienes recuerdan solamente lo que sucede al rededor de un evento, pero no el evento. Básicamente a este tipo de recordadores se reduce el universo de aficionados al futbol. Claro está que dentro de este universo pululan los locos, los que matan a los futbolistas por un autogol o los que se matan por su equipo. Hay quienes simplemente recordamos, sin caras, ni números, ni mucho menos nombres. Ese es el problema de haber aprendido a jugar futbol con una mujer. En términos prácticos y hablando directamente: soy una nena del futbol.

No tener opción es la peor de las calamidades que le puede pasar a alguien, y eso fue exactamente lo que me pasó, no tuve opción. Muchas tardes de mi infancia, las pasé en compañía de mi, otrora favorita, tía Lety. La rutina era sencilla, plana y deliciosa: Saliendo de la escuela primaria yo tenía la obligación de leer a Catón (AFA) con ella, luego le contaba cómo había sido el partido del día en el patio de la escuela, quién había ganado y, si había pelea, tenía que decirle quien puso. Después del informe detallado de las actividades, tenía que informarle qué canciones había grabado en mi radio la tarde anterior en la Invasora, comentarle cuál era el éxito del momento y, si había tiempo, comentarle uno o dos detalles de la vida de Obed, un encantador cojito que fue lo mejor que me pudo haber pasado en la primaria.

En pocas y resumidas cuentas, mi vida infantil era un programa de revista. Era el Pepillo Origel de mi tía Lety. Después de terminar la emisión diaria sucedía algo sumamente extraño, nos íbamos al parque a patear penales. Como yo siempre tuve sueños frustrados de portero, mi tía Lety pateaba y yo atabaja. Al final de la tarde, teníamos que resumir quién había puesto. Para el que no sepa, poner es el sublime acto de vencer, es decir, si dos mozalbetes se rajaban la trompa al salir de la primaria, el que hubiera levantado la copa de vencedor, había puesto. Ahí radicaba, radica y radicará por siempre el fracaso de todos mis intentos futboleros.

Mientras yo vencía a mi tía Lety a los penales (los pateaba como niña, yo los detenía como niña), Benito, el portero titular de Condors, el verdadero y único club de los amores de mi infancia y mi adultez, detenía los penales de Norberto, que era capaz de vencer a otros porteros con tiros desde la media cancha con su potentísima zurda. Mientras yo le informaba a mi tía Lety de la vida de Obed, Sergio hacia tiros a balón parado con su privilegiado toque de derecha, poniendo el balón donde ningún portero del mundo podría detenerlo. Mientras yo estaba oyendo la Invasora, Pablo practicaba sus entradas violentísimas sobre los atacantes rivales. Chuy (del que tengo la seria sospecha de que llegó a la primera división) reventaba caras con la bola, y yo estaba leyendo a Catón.

Así es como, tarde a tarde, chisme a chisme y lectura a lectura, construí mi desastrosa carrera como futbolista. A mí no se me fregaron las rodillas, no me lesionaron un tobillo en el partido donde había un observador de Tigres. Yo no fui pre-pre-pre-candidato para probarme en Rayados ni mucho menos atajé el penal que le daría el título a Condors. Yo me forjé malo para el futbol y malo para el futbol moriré. Y todavía tengo el descaro de preguntarme, a veces, por qué no la hago…

Yo no recuerdo el número que portaba Roberto Gasparini cuando era el dueño de la media en el Estadio Universitario, de hecho no recuerdo siquiera si era medio, pero recuerdo los motivos de su salida de Tigres. No recuerdo ni un solo gol de Rossi, pero recuerdo a la perfección las declaraciones que lo ponían en contra del técnico. Cuando a Ángel David Comizo le metieron un gol de media cancha, yo me lo perdí, estaba ocupado pidiendo un autógrafo a un jugador que había sido expulsado el partido anterior y observaba el partido desde la tribuna. No recuerdo el nombre del jugador.

Y todo, gracias a mi tía Lety. Hoy, de camino al trabajo la vi. Como siempre, me recordó al Tropical Panamá y comencé a entonar uno de sus himnos. Con el tiempo y muchas peleas entre los adultos de mi familia, mi tía Lety y yo dejamos de hablar, de chismear y de patear penales. Como era de esperarse, no se dignó a dirigirme el saludo, e hizo bien, porque si se hubiera detenido, ahora que soy consciente de las causas de mi fracaso futbolero, la hubiera pateado y ahora mismo estaría contando chismes de su vida personal.


martes, 28 de julio de 2009

El domingo pasado

Muchos días de mi infancia los pasé al lado de mi padre, pero no en esa obvia convivencia de padre-hijo que se encierra en los límites de los roles que se deben jugar (Yo, Papá, ordeno, Yo, hijo, obedezco). Los pasé como compañero de trabajo, y ahí, la cosa cambia. Siempre, en sus múltiples trabajos, me tuvo como ayudante, excepto por ese en el que se dedicaba a la fabricación de llaveros, porque nunca me gustó. Particularmente había uno que me gustaba, que me llevaba al nirvana laboral (a pesar de mi corta edad) y que me hacía sentir pieza importante del ajedrez cuyo único objetivo era ganarse el pan: Vendedor de tornillos.

La tarea en sí era sumamente sencilla, solamente acompañarlo y permanecer en el carro y hacerle toda la plática posible en el camino, ya que sus viajes más frecuentes eran a la Ciudad de Saltillo. De regreso, recordarle que debíamos comprar tamales y pan de pulque y se acabó, era todo. Fue durante esos infinitos viajes donde conocí la importancia vital de la radio (y donde desarrollé mi eterno amor por La Tremenda Corte), que, sin saber, en los años venideros habría de jugar un papel determinante en mi pelelez futbolera. Corría, según me acuerdo, el año de 1990, y como cualquier aficionado que se precie debe saberlo, era año de mundial, mi primer mundial en condiciones mentales para entenderlo, ahora Pique era cosa de niños, ¡Yo ya sabía lo que era capaz de hacer un mono hecho de cuadros tricolores y con cabeza de balón!

Fue entre esos irrepetibles viajes cuando conocí lo que era una narración radial de futbol y por ende fue que conocí la verdadera manera de ver el futbol. Recuerdo las grandes hazañas de Walter Zenga bajo los tres palos blancos de la históricamente aburrida Italia (jugando al dichoso candadito algún día tenían que zorrajarles el hocico). Recuerdo la poderosa Alemania con sus colores soberbios bailando a cuanto equipucho se le pusiera en frente, con hombres con nombres impronunciables, llenos de consonantes y con sonidos desconocidos para mí. Recuerdo también que ahí fue cuando aprendí el término “cachirul”, cuando supe de un lugar chiquito, lejano y lleno de negros que vendría a poner en la mente del aficionado moderno el nombre inolvidable de Camerún. Recuerdo una Argentina lastimosamente derrotada, y sobre todo, recuerdo haber escuchado la final del 90 en la radio, en el estacionamiento de un taller mecánico, festejando la alegría de saber que el mundo del futbol tenía nuevo rey.

El domingo pasado, después de 20 años, sucedió de nuevo. Solo que ahora los papeles se habían invertido, o más bien se habían “traspuesto”. Ahora yo conducía por la carretera, con mi familia en el auto, tratando de sintonizar desesperadamente la estación de AM donde estuvieran transmitiendo el juego. ¡Deberían saber cómo me imagine el penal del 1-0! Perro Bermúdez, no sabes qué hermoso es no tener que escucharte. Luís García, si sigues enojándote en las transmisiones vas a seguir quedándote pelón. El narrador acertó a no decir el nombre de quien cobraría la pena, porque yo vi a un tipo enfundado en la camiseta de la selección que ni siquiera sabía si estaban de verde o blanco, que se perfiló y ejecutó a la perfección un penal que a la postre me llevaría al éxtasis futbolero y a la profunda remembranza.

Así el domingo realmente no viaje por la Nacional a Monterrey, sino de un carro moderno que conducía yo a un viejo sedán blanco, con una vieja radio, en cuyo mando viajaba papá.

Ahora entiendo porque amo a los vochos, al futbol y a mi papá.

viernes, 24 de julio de 2009

Viernes en la noche, sábados en la tarde.

Solían ser largas las noches en casa de mi tío Víctor, en las épocas en las que aún éramos amigos, o cuando menos familia. Cada viernes por la noche, él y su esposa Lety, de quien conservo gratos recuerdos (¿Qué mejor recuerdo que una tía que se parece al vocalista del Tropical Panamá, Francisco Javier?), pasaban por mí a casa y me llevaban a la suya, cerquita del estadio del Tec, aún recuerdo algunas tardes, amargas, en las que se podían escuchar desde esa casa las gargantas de miles de almas gritando al mismo tiempo la gran palabra del futbol. Hay tantas historias que podría contar de esa casa y de los momentos felices que viví estropeando las maquetas de trenes de mi tío.

En el cuarto que destinaban para mi hospedaje había un pedazo de papel hermoso, más largo que ancho: unos 50 centímetros de alto por otros 30 de largo. Blanco de fondo, contenía una cantidad casi infinita de caracteres, todos acomodados en una practiquísima posición, y en la parte superior tenía un círculo azul, con forma de pelota de futbol, con una U gigantesca y hermosa, amarilla, y las fauces feroces de un felino, al que al poco tiempo supe, le llamaban TIGRE.

Tantas letras en un solo cuadro de papel me impresionaban. Pasaba las noches viendo el papel, que pronto supe que era un “calendario oficial” de la temporada 87-88 de la primera división, y, cómo no, el patrocinador de semejante obra de arte era el que a la postre llegaría a ser el equipo de mis amores. Con el paso del tiempo las noches se volvieron más largas aún, había yo entendido que las letras estaban ahí para indicarme 4 fechas fundamentales que, con el tiempo también aprendería, eran las dos peregrinaciones más importantes de todo tigre. Todo tigre que se precie, sabe que, año con año, los Tigres se enfrentan dos veces a dos equipos a los que también gracias al tiempo he aprendido a amar: El Monterrey y el América. La tablita tenía cuadros vacíos para que se anotaran los resultados de de los partidos y yo usaba esos cuadritos para escribir mis vaticinios, mi oráculo, además de Don Rober, era el conocimiento de si iba yo o no a estar en el estadio el día del juego. Era sencillo, si Don Rober decía que Tigres iba a ganar, yo debía estar en el estadio durante el juego, de otra manera, Tigres perdería irremediablemente. Nunca entendí como funcionó eso, ni mucho menos entendí por qué nunca deje de creer en ese sistema, con tantos empates y derrotas que me llevé a cuestas a casa.

También fueron largas e incontables tardes al calor del sol en el Universitario, antes de que le pusieran ese ridículo nombre de “volcán”. Cambiarle los nombres a las cosas no es de hombres, y menos cuando el objeto es la casa de tu equipo. La mejor parte del encuentro siempre venía al final, obviamente, por que los vendedores de ogaperros rebajaban el precio de sus manjares poniéndolos al alcance de nosotros, los simples mortales. Cuántos recuerdos, cuántas razones para seguir al equipo auriazul.

Cuando me preguntan por qué hincho a Tigres, sin duda respondo “Porque ahí, un miércoles en la noche en un Tigres-Atlas, conocí la magia”

¡Qué manera!

Uno puede despertarse y tener cualquier cantidad de presagios respecto a las características benévolas o malevas de un día: Un calcetín extraviado, el único pantalón de la semana apesta, la corbata no aparece, llegan los recibos de fin de mes, se te pierde la navaja que te regaló tu papá (la única cosa con filo que te ha dejado tener tu sacrosanto padre en toda tu puta vida y al pierdes en un abrir y cerrar de portón), no hay azúcar, la leche se agrió, los sabalitos no se congelaron y así podría pasarme la vida listando sólo las cosas que te pueden indicar que vas a tener un día para el olvido… uno de esos días en los que no hay nada que te salve.

Ayer fue un día de esos que la gente idiota dice que son para olvidar. Olvidar es para idiotas. Uno no debería andarse dando lujos tirando por la borda recuerdos que forman la vida de uno, es como si yo me diera a la tarea absurda de olvidar el día que mi disco del Tropical Panamá murió lanzado al vacío de la ventana de un coche en movimiento por mi absurdo tío Manolo, de quien yo siempre pensé que era puto, ése día reafirmé mi profunda convicción. Solamente los putos tiran discos del Tropical Panamá por la ventana de coches desvencijados. Si yo me hubiera olvidado de ese hecho, hoy sería un amargado fan de los putos Beatles, jimoteando todavía por la muerte de Juanito Lenón.

Por eso no olvido ni olvidaré el día de ayer, cuando faltando 15 minutos para las 12 de la noche, Carlitos Vela se enfiló hacia el manchón de la pena máxima y con europea calidad, colocó de zurda el balón en el ángulo inferior derecho del porterazo de Costa Rica (Tigres, CONTRATENLO) … Será para mí el día en que ganamos en penales, el día en que los niños, Vela, Ochoa y Gio, se convirtieron en hombres, el día en que el otrora gigante de la CONCACAF respiró de nuevo. Qué manera de salvar el día, ¡qué manera!

martes, 21 de julio de 2009

Nessun dorma.

Se acabó el mantenimiento doméstico de los sábados, se acabaron las largas tardes de sábado esperando, no me queda claro el por qué, pero la gente generalmente usa las tardes de los sábados para esperar, y mucho menos me queda claro qué esperan… Se acabó el sexo vespertino de los sábados (algunos avispados utilizan ésta técnica para hacer más corta su espera). ¿Mecánica sabatino-vespertina? Rotundo no. ¿Plomería? ¡En lo absoluto! Vamos, que al atardecer de los próximos sábados sólo habrá de dos sopas y las dos incluyen un ingrediente en común:

¡DESVANECETE, NOCHE!, ¡TRAMONTAD; ESTRELLAS!, ¡TRAMONTAD; ESTRELLAS!, ¡LA BOLA RODARÁ!¡RODARAA!¡RODAARAAA!

sábado, 20 de junio de 2009

¡Que ruede el balón!

Edito la primera entrada de este blog, que la verdad era una reverenda porquería, voy a intentar dejarme llevar por aguas un tanto más tranquilas.

Aquí vamos a hablar de 2 cosas, cuando menos:

Futbol y vida
Futbol y sexo

y una tercera categoría

Futbol y todo lo demás.

Quiero dejar en claro mi absoluta y completa arbitrariedad, subjetividad y tigrosidad, de ahí en fuera, voy a tratar de seguir unos sencillos "trucos" literarios a manera de experimento.

¡Que ruede el balón!