lunes, 6 de septiembre de 2010
Cómo amar a dos
domingo, 11 de julio de 2010
Mi casa
viernes, 14 de mayo de 2010
Porteros de bronce.
Eran largas y cansinas las tardes en casa de mi abuela Toña, casi puedo decir que una tarde era idéntica a la que le precedía y la nueva tarde sería la plantilla perfecta para la siguiente: Ver tomar café a la abuela cerca de la una, para las dos, los tíos ya habían comido y ya habíamos visto Codazos, Futbol al día o lo que fuera, para las tres, ya había leído yo el periódico en compañía de mi tía Leticia; a las cuatro, tarea, y a las cinco y de ahí en adelante sólo había un tema y un sonido que me hipnotizaba, que me llamaba cual sirena y que terminó por hacerme romper las cuerdas que me ataban a la rutina infantil. Era el sonido de los niños entrenando al futbol en mi amada cancha del Club Condors.
Mi abuela vivía en una casa grande, muy grande, que había comprado mi tía como muestra de estatus quo, como muestra de una coronación de la pobreza, a base de ganarse a cada paso la vida, con largas jornadas laborales de quince horas. De ahí, que nosotros sus sobrinos tuviéramos inculcada la cultura de trabajar todo el tiempo, a todas horas, a cualquier edad. Y ahí era donde me jodía. Nunca pude tener una buena tarde completamente libre para ir a ver a los niños entrenar y ni pensar en un sábado ver a los muchachos, a los que yo realmente admiraba, enfrentarse a la escuela de Milo Cruz, que era el clásico de clásicos, ni mucho menos tuve la oportunidad de ver un Condors-Lobos, equipos de colonias vecinas. Hasta que un día, algo pasó.
Una tarde regresando de la secundaria, un amigo que también se perdió en la distancia y con los años, Dan, animadísimo me dijo “Acompáñame al entrenamiento” , le contesté “Pero ahí no se puede entrar si no eres del equipo”, plática que Dan selló con un “Pos a mí sí me conocen y te van a dejar entrar”. Esa fue también la primera vez que viví un tráfico de influencias benévolo para mi persona.
El primer héroe futbolista que encarné en el juego del “yo soy tal o cual” fue Gustavo Adolfo Moriconi, portero de los Rayados. Eso fue no sólo por que me gustaba su estilo, sino también por que los amigos de Dan, todos, eran rayados. Hubiera sido suicidio futbolístico-social el revelar cualquier otra filiación, aunque a decir verdad, mi amor tigre aún no veía luz en este mundo.
Pasó algo de tiempo, comencé a entrenar con Condors, y en mi cumpleaños de ese año, mi abuela Toña me hizo el primero de los únicos dos regalos que me duraron para toda la vida: Un balón de futbol. Amarillo con gajos azules, en uno de ellos grabado el sello del América, con un pivote tan grande que parecía pezón, pezón del que mamaría el resto de mi vida.
Después de aquel regalo, todo cambió. Siempre encontré el tiempo para pasar un tiempo con él, pateando horriblemente en el portón trasero de la casa prestada en la que vivíamos, hasta altas horas de la noche, por que de día era cosa inexcusable jugar dadas las circunstancias laborales que de niño viví. Mi hermano, ahora mi amigo, disparaba unas pedradas brutales a las que yo aprendí a meter las manos y el pecho sin tener miedo, sabiendo que no tener miedo era lo único que yo hacía mejor que mis compañeros de Condors.
Un día hablando con David, el pacientísimo entrenador de esos chiquilines que éramos, le dije que yo estaba listo para la responsabilidad de los tres palos blancos de Condors, que yo era el indicado para defender el orgullo y el honor de las redes locales. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo, en casa y mi abuela compraron el cuento sin mayores explicaciones. Como si yo me apersonara hoy en el Universitario y dijera “Soy el portero legendario que buscaban” y ellos me contrataran sin chistar, así fueron en casa. Me creyeron no por que yo fuera un buen mentiroso, sino por que no sabía, ni sé ni sabré nunca, ocultar la profunda pasión y emoción que me desperaba llevar la portería a cuestas. Yo contaba mis hazañas porteriles cual si de epopeyas se trataran, como si fueran batallas épicas. Llevaba a cuestas las heridas de guerra y las presumía como se presumen a los hijos, como si dentro de diez o veinte años, los hijos de los hijos de los demás fueran a contar mis hazañas.
Pasaron los entrenamientos, meses y unos años, hasta que llegó de nuevo otro cumpleaños y otro regalo. Eran unos porteros, dos, que servían para acomodar libros entre ellos, de bronce ellos. La semana pasada los encontré, en mi casa de renta, cerca de quince años después. No puedo describir la emoción que sentí, al recordar a mi abuela Toña entregarme ese regalo. La misma semana pasada, tuve la fortuna de volver a defender una portería. No puedo describir la emoción que sentí al realizar una de las mejores atajadas que jamás haya hecho, convirtiéndome para siempre en portero, portero de bronce.
jueves, 15 de abril de 2010
La mano de Dios
Yo amo al futbol, y no lo amo como lo ama esa serie de comerciales malos y grotescos de Televisión Azteca. No, yo LO AMO. Así sin más, sin intereses monetarios de por medio, sin bajas pasiones que de esas que ciegan, lo amo sin el interés enfermizo de una Coca Cola gigantoide que baila en el estadio y sin sin la comercialidad de la horrible rayita que pintan nuestros árbitros para marcar una falta, mucho menos sin el ridículo que hacen nuestros narradores al anunciar la benevolencia de Comex, el color del futbol. Y lo amo como se ama a una puta, de esas baratas que no corresponden jamás amor alguno que no cuente con pesos en la bolsa.
Lo amo tanto que no soporto ver a Itamar cayéndose sin vergüenza, olvidando el balón, buscando un penal inexistente. Tanto, tanto, que no puedo ver las declaraciones de un Felipe Baloy diciendo que va a golpear a otro jugador. Tanto, pero tanto, que no soporto ver a un defensa reclamar saque de banda cuando sabe perfectamente que él fue quien pateó la bola hacia afuera. Mucho menos soporto la cobardía de quien “en un movimiento natural del cuerpo”, salta a rematar un balón con los brazos en alto, estrellando en la cara del rival uno de sus lastimeros codos.
No soporto ver jugar once contra once y necesitar un árbitro. Hombres que necesitan de un árbitro para dirimir diferencias, no son hombres. Y, aún, es menos hombre quien después de una falta se levanta amenazando al contrincante diciéndole que al final del partido le va a romper la maceta, y al caminar expulsado, hace una seña peor que de actriz barata haciendo notar que tendrá al contrincante en la mira.
No soporto las deshonestidades en detrimento de mi amado futbol. Pero lo amo tanto, tanto, tanto que si llega el día, el día profetizado en que México juegue una final del Mundial, y un diez chaparrito con una zurda privilegiada se eleva, lo más que pueda, y con su mano, derecha o izquierda, anota un gol por demás deshonesto y sinvergüenza, voy a celebrar.
Grande, Diego.
lunes, 22 de febrero de 2010
Así veía el futbol
La tarea en sí era sumamente sencilla, solamente acompañarlo y permanecer en el carro y hacerle toda la plática posible en el camino, ya que sus viajes más frecuentes eran a la Ciudad de Saltillo. De regreso, recordarle que debíamos comprar tamales y pan de pulque y se acabó, era todo. Fue durante esos infinitos viajes donde conocí la importancia vital de la radio (y donde desarrollé mi eterno amor por La Tremenda Corte), que, sin saber, en los años venideros habría de jugar un papel determinante en mi pelelez futbolera. Corría, según me acuerdo, el año de 1990, y como cualquier aficionado que se precie debe saberlo, era año de mundial, mi primer mundial en condiciones mentales para entenderlo, ahora Pique era cosa de niños, ¡Yo ya sabía lo que era capaz de hacer un mono hecho de cuadros tricolores y con cabeza de balón!
Fue entre esos irrepetibles viajes cuando conocí lo que era una narración radial de futbol y por ende fue que conocí la verdadera manera de ver el futbol. Recuerdo las grandes hazañas de Walter Zenga bajo los tres palos blancos de la históricamente aburrida Italia (jugando al dichoso candadito algún día tenían que zorrajarles el hocico). Recuerdo la poderosa Alemania con sus colores soberbios bailando a cuanto equipucho se le pusiera en frente, con hombres con nombres impronunciables, llenos de consonantes y con sonidos desconocidos para mí. Recuerdo también que ahí fue cuando aprendí el término “cachirul”, cuando supe de un lugar chiquito, lejano y lleno de negros que vendría a poner en la mente del aficionado moderno el nombre inolvidable de Camerún. Recuerdo una Argentina lastimosamente derrotada, y sobre todo, recuerdo haber escuchado la final del 90 en la radio, en el estacionamiento de un taller mecánico, festejando la alegría de saber que el mundo del futbol tenía nuevo rey.
El domingo pasado, después de 20 años, sucedió de nuevo. Solo que ahora los papeles se habían invertido, o más bien se habían “traspuesto”. Ahora yo conducía por la carretera, con mi familia en el auto, tratando de sintonizar desesperadamente la estación de AM donde estuvieran transmitiendo el juego. ¡Deberían saber cómo me imagine el penal del 1-0! Perro Bermúdez, no sabes qué hermoso es no tener que escucharte. Luís García, si sigues enojándote en las transmisiones vas a seguir quedándote pelón. El narrador acertó a no decir el nombre de quien cobraría la pena, porque yo vi a un tipo enfundado en la camiseta de la selección que ni siquiera sabía si estaban de verde o blanco, que se perfiló y ejecutó a la perfección un penal que a la postre me llevaría al éxtasis futbolero y a la profunda remembranza.
Así el domingo realmente no viaje por la Nacional a Monterrey, sino de un carro moderno que conducía yo a un viejo sedán blanco, con una vieja radio, en cuyo mando viajaba papá.