lunes, 6 de septiembre de 2010

Cómo amar a dos

Imposible separar este juego de mi vida, de mi infancia. De niño, jugué a ser Bahía, jugué a ser Siboldi, a ser "El Turbo Muñoz" y también a Gasparini. Pero, sobre todo y ante todo tipo de resultados, aprendí a amar a dos bandos enemigos: como hijo de padres divorciados, sin importar el resultado, los regalos siempre me los llevé yo. Regalos que, en forma de gol, hacen imposible separar este juego de mi vida, de mi infancia. Nos vemos el sábado, padres de mis amores.

domingo, 11 de julio de 2010

Mi casa

Hay momentos, hay tiempos que te construyen, te inundan, simplemente te llenan. Hay espacios y lugares a los que perteneces, nunca podrás ni querrás olvidarte de ellos. Es más: No deberás olvidarte de ellos, y esto, es un mandamiento. Hay personas que te fundamentan, te influyen, te destruyen y te vacían, te llenan de nuevo y te traicionan y te vuelven a llenar y los amas como si nunca te hubieran lastimado. Esos lugares, esos momentos, esas traiciones y esos vacíos son mis amigos y mi amado futbol, que son, a la vez, la carencia misma y quienes suplen esa necesidad.

Debo también decir que esos amigos, esos lugares y ese futbol, no siempre se encuentran, no siempre se conjugan y la mayor parte de las veces son entidades que, no sólo no se pueden ver, sino que se declaran aguerridas enemigas entre ellas.

Pero en la vida, como con los amigos, en los lugares y en el futbol, los milagros suceden. Eso ha sido este mundial para mí, el milagro que reunió partes fundamentales de mi vida que me construyen y me permiten seguir caminando pensando que este mundo sigue siendo un lugar en el que vale la pena habitar.

La verdad, es que estos tres lugares, estas tres esencias de mi vida son imposibles de separar. Imposibles de arrancar por que sólo el quitarme una de ellas, me dejaría vacío, hueco y lo peor; triste. Cómo mundo sin mundial.

Para mi un mundial, el final de cada mundial es como un año viejo, se lleva cosas, se lleva personas y deja recuerdos, deja nuevas personas y nuevos nombres y jugadas que habrá que olvidar, ya lo he dicho, lo mío no es ni recordar nombres ni fechas. Éste, en particular me ha enriquecido, me ha dejado muchos recuerdos y me ha hecho entender que lo realmente importante del futbol transcurre, para mi, fuera de las canchas, en casa, en la calle, con mis amigos, a quienes amo y admiro.

Con ellos, fue una noche antes del mundial, ahogados en alcohol, que vaticiné el triunfo del ahora campeón, ante una revelación que Valeria tuvo a bien grabar, ante un José al que por primera vez ví interesado en algo que yo, desde que tengo uso de memoria y patas, he amado. Con los amigos, fue que durante este mundial discutí estrategías, tácticas, posiciones, jugadas y disfruté goles. Gracias al mundial conocí gente que tiene palabra y cumple sus apuestas. Conocí a un hombre deportado que pedía no dinero, simplemente pedía la manera de llegar a un destino que ni el mismo sabía. Gracias al mundial entendí que un dólar de la suerte no puede serlo si no sirve, la suerte no se guarda en una billetera. Gracias al mundial entendí que no importan los resultados, no importa quién gane o pierda, siempre, siempre y cuando estemos en buena compañía.

Esto es tal vez lo más personal que sabrás de mí, tal vez nunca más vuelva a escribir ni una sola línea de futbol. Esto es, en realidad, una declaración de admiración y respeto a mis amigos. Puedo decir que no tengo un solo amigo al que no ame y respete. Hoy ganaron once el mundial. Yo gané tanto, que no cabe en este blog. Son mis amigos, los lugares que compartimos y el futbol a donde pertenzco. Son pues, mi casa, tu casa.

Ya llegaron. Me retiro.


viernes, 14 de mayo de 2010

Porteros de bronce.

Eran largas y cansinas las tardes en casa de mi abuela Toña, casi puedo decir que una tarde era idéntica a la que le precedía y la nueva tarde sería la plantilla perfecta para la siguiente: Ver tomar café a la abuela cerca de la una, para las dos, los tíos ya habían comido y ya habíamos visto Codazos, Futbol al día o lo que fuera, para las tres, ya había leído yo el periódico en compañía de mi tía Leticia; a las cuatro, tarea, y a las cinco y de ahí en adelante sólo había un tema y un sonido que me hipnotizaba, que me llamaba cual sirena y que terminó por hacerme romper las cuerdas que me ataban a la rutina infantil. Era el sonido de los niños entrenando al futbol en mi amada cancha del Club Condors.

Mi abuela vivía en una casa grande, muy grande, que había comprado mi tía como muestra de estatus quo, como muestra de una coronación de la pobreza, a base de ganarse a cada paso la vida, con largas jornadas laborales de quince horas. De ahí, que nosotros sus sobrinos tuviéramos inculcada la cultura de trabajar todo el tiempo, a todas horas, a cualquier edad. Y ahí era donde me jodía. Nunca pude tener una buena tarde completamente libre para ir a ver a los niños entrenar y ni pensar en un sábado ver a los muchachos, a los que yo realmente admiraba, enfrentarse a la escuela de Milo Cruz, que era el clásico de clásicos, ni mucho menos tuve la oportunidad de ver un Condors-Lobos, equipos de colonias vecinas. Hasta que un día, algo pasó.

Una tarde regresando de la secundaria, un amigo que también se perdió en la distancia y con los años, Dan, animadísimo me dijo “Acompáñame al entrenamiento” , le contesté “Pero ahí no se puede entrar si no eres del equipo”, plática que Dan selló con un “Pos a mí sí me conocen y te van a dejar entrar”. Esa fue también la primera vez que viví un tráfico de influencias benévolo para mi persona.

El primer héroe futbolista que encarné en el juego del “yo soy tal o cual” fue Gustavo Adolfo Moriconi, portero de los Rayados. Eso fue no sólo por que me gustaba su estilo, sino también por que los amigos de Dan, todos, eran rayados. Hubiera sido suicidio futbolístico-social el revelar cualquier otra filiación, aunque a decir verdad, mi amor tigre aún no veía luz en este mundo.

Pasó algo de tiempo, comencé a entrenar con Condors, y en mi cumpleaños de ese año, mi abuela Toña me hizo el primero de los únicos dos regalos que me duraron para toda la vida: Un balón de futbol. Amarillo con gajos azules, en uno de ellos grabado el sello del América, con un pivote tan grande que parecía pezón, pezón del que mamaría el resto de mi vida.

Después de aquel regalo, todo cambió. Siempre encontré el tiempo para pasar un tiempo con él, pateando horriblemente en el portón trasero de la casa prestada en la que vivíamos, hasta altas horas de la noche, por que de día era cosa inexcusable jugar dadas las circunstancias laborales que de niño viví. Mi hermano, ahora mi amigo, disparaba unas pedradas brutales a las que yo aprendí a meter las manos y el pecho sin tener miedo, sabiendo que no tener miedo era lo único que yo hacía mejor que mis compañeros de Condors.

Un día hablando con David, el pacientísimo entrenador de esos chiquilines que éramos, le dije que yo estaba listo para la responsabilidad de los tres palos blancos de Condors, que yo era el indicado para defender el orgullo y el honor de las redes locales. Nada más lejos de la realidad. Sin embargo, en casa y mi abuela compraron el cuento sin mayores explicaciones. Como si yo me apersonara hoy en el Universitario y dijera “Soy el portero legendario que buscaban” y ellos me contrataran sin chistar, así fueron en casa. Me creyeron no por que yo fuera un buen mentiroso, sino por que no sabía, ni sé ni sabré nunca, ocultar la profunda pasión y emoción que me desperaba llevar la portería a cuestas. Yo contaba mis hazañas porteriles cual si de epopeyas se trataran, como si fueran batallas épicas. Llevaba a cuestas las heridas de guerra y las presumía como se presumen a los hijos, como si dentro de diez o veinte años, los hijos de los hijos de los demás fueran a contar mis hazañas.

Pasaron los entrenamientos, meses y unos años, hasta que llegó de nuevo otro cumpleaños y otro regalo. Eran unos porteros, dos, que servían para acomodar libros entre ellos, de bronce ellos. La semana pasada los encontré, en mi casa de renta, cerca de quince años después. No puedo describir la emoción que sentí, al recordar a mi abuela Toña entregarme ese regalo. La misma semana pasada, tuve la fortuna de volver a defender una portería. No puedo describir la emoción que sentí al realizar una de las mejores atajadas que jamás haya hecho, convirtiéndome para siempre en portero, portero de bronce.

jueves, 15 de abril de 2010

La mano de Dios

Yo amo al futbol, y no lo amo como lo ama esa serie de comerciales malos y grotescos de Televisión Azteca. No, yo LO AMO. Así sin más, sin intereses monetarios de por medio, sin bajas pasiones que de esas que ciegan, lo amo sin el interés enfermizo de una Coca Cola gigantoide que baila en el estadio y sin sin la comercialidad de la horrible rayita que pintan nuestros árbitros para marcar una falta, mucho menos sin el ridículo que hacen nuestros narradores al anunciar la benevolencia de Comex, el color del futbol. Y lo amo como se ama a una puta, de esas baratas que no corresponden jamás amor alguno que no cuente con pesos en la bolsa.

Lo amo tanto que no soporto ver a Itamar cayéndose sin vergüenza, olvidando el balón, buscando un penal inexistente. Tanto, tanto, que no puedo ver las declaraciones de un Felipe Baloy diciendo que va a golpear a otro jugador. Tanto, pero tanto, que no soporto ver a un defensa reclamar saque de banda cuando sabe perfectamente que él fue quien pateó la bola hacia afuera. Mucho menos soporto la cobardía de quien “en un movimiento natural del cuerpo”, salta a rematar un balón con los brazos en alto, estrellando en la cara del rival uno de sus lastimeros codos.

No soporto ver jugar once contra once y necesitar un árbitro. Hombres que necesitan de un árbitro para dirimir diferencias, no son hombres. Y, aún, es menos hombre quien después de una falta se levanta amenazando al contrincante diciéndole que al final del partido le va a romper la maceta, y al caminar expulsado, hace una seña peor que de actriz barata haciendo notar que tendrá al contrincante en la mira.

No soporto las deshonestidades en detrimento de mi amado futbol. Pero lo amo tanto, tanto, tanto que si llega el día, el día profetizado en que México juegue una final del Mundial, y un diez chaparrito con una zurda privilegiada se eleva, lo más que pueda, y con su mano, derecha o izquierda, anota un gol por demás deshonesto y sinvergüenza, voy a celebrar.

Grande, Diego.

lunes, 22 de febrero de 2010

Así veía el futbol

Muchos días de mi infancia los pasé al lado de mi padre, pero no en esa obvia convivencia de padre-hijo que se encierra en los límites de los roles que se deben jugar (Yo, Papá, ordeno, Yo, hijo, obedezco). Los pasé como compañero de trabajo, y ahí, la cosa cambia. Siempre, en sus múltiples trabajos, me tuvo como ayudante, excepto por ese en el que se dedicaba a la fabricación de llaveros, porque nunca me gustó. Particularmente había uno que me gustaba, que me llevaba al nirvana laboral (a pesar de mi corta edad) y que me hacía sentir pieza importante del ajedrez cuyo único objetivo era ganarse el pan: Vendedor de tornillos.

La tarea en sí era sumamente sencilla, solamente acompañarlo y permanecer en el carro y hacerle toda la plática posible en el camino, ya que sus viajes más frecuentes eran a la Ciudad de Saltillo. De regreso, recordarle que debíamos comprar tamales y pan de pulque y se acabó, era todo. Fue durante esos infinitos viajes donde conocí la importancia vital de la radio (y donde desarrollé mi eterno amor por La Tremenda Corte), que, sin saber, en los años venideros habría de jugar un papel determinante en mi pelelez futbolera. Corría, según me acuerdo, el año de 1990, y como cualquier aficionado que se precie debe saberlo, era año de mundial, mi primer mundial en condiciones mentales para entenderlo, ahora Pique era cosa de niños, ¡Yo ya sabía lo que era capaz de hacer un mono hecho de cuadros tricolores y con cabeza de balón!

Fue entre esos irrepetibles viajes cuando conocí lo que era una narración radial de futbol y por ende fue que conocí la verdadera manera de ver el futbol. Recuerdo las grandes hazañas de Walter Zenga bajo los tres palos blancos de la históricamente aburrida Italia (jugando al dichoso candadito algún día tenían que zorrajarles el hocico). Recuerdo la poderosa Alemania con sus colores soberbios bailando a cuanto equipucho se le pusiera en frente, con hombres con nombres impronunciables, llenos de consonantes y con sonidos desconocidos para mí. Recuerdo también que ahí fue cuando aprendí el término “cachirul”, cuando supe de un lugar chiquito, lejano y lleno de negros que vendría a poner en la mente del aficionado moderno el nombre inolvidable de Camerún. Recuerdo una Argentina lastimosamente derrotada, y sobre todo, recuerdo haber escuchado la final del 90 en la radio, en el estacionamiento de un taller mecánico, festejando la alegría de saber que el mundo del futbol tenía nuevo rey.

El domingo pasado, después de 20 años, sucedió de nuevo. Solo que ahora los papeles se habían invertido, o más bien se habían “traspuesto”. Ahora yo conducía por la carretera, con mi familia en el auto, tratando de sintonizar desesperadamente la estación de AM donde estuvieran transmitiendo el juego. ¡Deberían saber cómo me imagine el penal del 1-0! Perro Bermúdez, no sabes qué hermoso es no tener que escucharte. Luís García, si sigues enojándote en las transmisiones vas a seguir quedándote pelón. El narrador acertó a no decir el nombre de quien cobraría la pena, porque yo vi a un tipo enfundado en la camiseta de la selección que ni siquiera sabía si estaban de verde o blanco, que se perfiló y ejecutó a la perfección un penal que a la postre me llevaría al éxtasis futbolero y a la profunda remembranza.

Así el domingo realmente no viaje por la Nacional a Monterrey, sino de un carro moderno que conducía yo a un viejo sedán blanco, con una vieja radio, en cuyo mando viajaba papá.

jueves, 30 de julio de 2009

Nenas del futbol

Unos recuerdan fechas, otros, números, otros, nombres, otros, situaciones y hay quienes recuerdan solamente lo que sucede al rededor de un evento, pero no el evento. Básicamente a este tipo de recordadores se reduce el universo de aficionados al futbol. Claro está que dentro de este universo pululan los locos, los que matan a los futbolistas por un autogol o los que se matan por su equipo. Hay quienes simplemente recordamos, sin caras, ni números, ni mucho menos nombres. Ese es el problema de haber aprendido a jugar futbol con una mujer. En términos prácticos y hablando directamente: soy una nena del futbol.

No tener opción es la peor de las calamidades que le puede pasar a alguien, y eso fue exactamente lo que me pasó, no tuve opción. Muchas tardes de mi infancia, las pasé en compañía de mi, otrora favorita, tía Lety. La rutina era sencilla, plana y deliciosa: Saliendo de la escuela primaria yo tenía la obligación de leer a Catón (AFA) con ella, luego le contaba cómo había sido el partido del día en el patio de la escuela, quién había ganado y, si había pelea, tenía que decirle quien puso. Después del informe detallado de las actividades, tenía que informarle qué canciones había grabado en mi radio la tarde anterior en la Invasora, comentarle cuál era el éxito del momento y, si había tiempo, comentarle uno o dos detalles de la vida de Obed, un encantador cojito que fue lo mejor que me pudo haber pasado en la primaria.

En pocas y resumidas cuentas, mi vida infantil era un programa de revista. Era el Pepillo Origel de mi tía Lety. Después de terminar la emisión diaria sucedía algo sumamente extraño, nos íbamos al parque a patear penales. Como yo siempre tuve sueños frustrados de portero, mi tía Lety pateaba y yo atabaja. Al final de la tarde, teníamos que resumir quién había puesto. Para el que no sepa, poner es el sublime acto de vencer, es decir, si dos mozalbetes se rajaban la trompa al salir de la primaria, el que hubiera levantado la copa de vencedor, había puesto. Ahí radicaba, radica y radicará por siempre el fracaso de todos mis intentos futboleros.

Mientras yo vencía a mi tía Lety a los penales (los pateaba como niña, yo los detenía como niña), Benito, el portero titular de Condors, el verdadero y único club de los amores de mi infancia y mi adultez, detenía los penales de Norberto, que era capaz de vencer a otros porteros con tiros desde la media cancha con su potentísima zurda. Mientras yo le informaba a mi tía Lety de la vida de Obed, Sergio hacia tiros a balón parado con su privilegiado toque de derecha, poniendo el balón donde ningún portero del mundo podría detenerlo. Mientras yo estaba oyendo la Invasora, Pablo practicaba sus entradas violentísimas sobre los atacantes rivales. Chuy (del que tengo la seria sospecha de que llegó a la primera división) reventaba caras con la bola, y yo estaba leyendo a Catón.

Así es como, tarde a tarde, chisme a chisme y lectura a lectura, construí mi desastrosa carrera como futbolista. A mí no se me fregaron las rodillas, no me lesionaron un tobillo en el partido donde había un observador de Tigres. Yo no fui pre-pre-pre-candidato para probarme en Rayados ni mucho menos atajé el penal que le daría el título a Condors. Yo me forjé malo para el futbol y malo para el futbol moriré. Y todavía tengo el descaro de preguntarme, a veces, por qué no la hago…

Yo no recuerdo el número que portaba Roberto Gasparini cuando era el dueño de la media en el Estadio Universitario, de hecho no recuerdo siquiera si era medio, pero recuerdo los motivos de su salida de Tigres. No recuerdo ni un solo gol de Rossi, pero recuerdo a la perfección las declaraciones que lo ponían en contra del técnico. Cuando a Ángel David Comizo le metieron un gol de media cancha, yo me lo perdí, estaba ocupado pidiendo un autógrafo a un jugador que había sido expulsado el partido anterior y observaba el partido desde la tribuna. No recuerdo el nombre del jugador.

Y todo, gracias a mi tía Lety. Hoy, de camino al trabajo la vi. Como siempre, me recordó al Tropical Panamá y comencé a entonar uno de sus himnos. Con el tiempo y muchas peleas entre los adultos de mi familia, mi tía Lety y yo dejamos de hablar, de chismear y de patear penales. Como era de esperarse, no se dignó a dirigirme el saludo, e hizo bien, porque si se hubiera detenido, ahora que soy consciente de las causas de mi fracaso futbolero, la hubiera pateado y ahora mismo estaría contando chismes de su vida personal.


martes, 28 de julio de 2009

El domingo pasado

Muchos días de mi infancia los pasé al lado de mi padre, pero no en esa obvia convivencia de padre-hijo que se encierra en los límites de los roles que se deben jugar (Yo, Papá, ordeno, Yo, hijo, obedezco). Los pasé como compañero de trabajo, y ahí, la cosa cambia. Siempre, en sus múltiples trabajos, me tuvo como ayudante, excepto por ese en el que se dedicaba a la fabricación de llaveros, porque nunca me gustó. Particularmente había uno que me gustaba, que me llevaba al nirvana laboral (a pesar de mi corta edad) y que me hacía sentir pieza importante del ajedrez cuyo único objetivo era ganarse el pan: Vendedor de tornillos.

La tarea en sí era sumamente sencilla, solamente acompañarlo y permanecer en el carro y hacerle toda la plática posible en el camino, ya que sus viajes más frecuentes eran a la Ciudad de Saltillo. De regreso, recordarle que debíamos comprar tamales y pan de pulque y se acabó, era todo. Fue durante esos infinitos viajes donde conocí la importancia vital de la radio (y donde desarrollé mi eterno amor por La Tremenda Corte), que, sin saber, en los años venideros habría de jugar un papel determinante en mi pelelez futbolera. Corría, según me acuerdo, el año de 1990, y como cualquier aficionado que se precie debe saberlo, era año de mundial, mi primer mundial en condiciones mentales para entenderlo, ahora Pique era cosa de niños, ¡Yo ya sabía lo que era capaz de hacer un mono hecho de cuadros tricolores y con cabeza de balón!

Fue entre esos irrepetibles viajes cuando conocí lo que era una narración radial de futbol y por ende fue que conocí la verdadera manera de ver el futbol. Recuerdo las grandes hazañas de Walter Zenga bajo los tres palos blancos de la históricamente aburrida Italia (jugando al dichoso candadito algún día tenían que zorrajarles el hocico). Recuerdo la poderosa Alemania con sus colores soberbios bailando a cuanto equipucho se le pusiera en frente, con hombres con nombres impronunciables, llenos de consonantes y con sonidos desconocidos para mí. Recuerdo también que ahí fue cuando aprendí el término “cachirul”, cuando supe de un lugar chiquito, lejano y lleno de negros que vendría a poner en la mente del aficionado moderno el nombre inolvidable de Camerún. Recuerdo una Argentina lastimosamente derrotada, y sobre todo, recuerdo haber escuchado la final del 90 en la radio, en el estacionamiento de un taller mecánico, festejando la alegría de saber que el mundo del futbol tenía nuevo rey.

El domingo pasado, después de 20 años, sucedió de nuevo. Solo que ahora los papeles se habían invertido, o más bien se habían “traspuesto”. Ahora yo conducía por la carretera, con mi familia en el auto, tratando de sintonizar desesperadamente la estación de AM donde estuvieran transmitiendo el juego. ¡Deberían saber cómo me imagine el penal del 1-0! Perro Bermúdez, no sabes qué hermoso es no tener que escucharte. Luís García, si sigues enojándote en las transmisiones vas a seguir quedándote pelón. El narrador acertó a no decir el nombre de quien cobraría la pena, porque yo vi a un tipo enfundado en la camiseta de la selección que ni siquiera sabía si estaban de verde o blanco, que se perfiló y ejecutó a la perfección un penal que a la postre me llevaría al éxtasis futbolero y a la profunda remembranza.

Así el domingo realmente no viaje por la Nacional a Monterrey, sino de un carro moderno que conducía yo a un viejo sedán blanco, con una vieja radio, en cuyo mando viajaba papá.

Ahora entiendo porque amo a los vochos, al futbol y a mi papá.