martes, 28 de julio de 2009

El domingo pasado

Muchos días de mi infancia los pasé al lado de mi padre, pero no en esa obvia convivencia de padre-hijo que se encierra en los límites de los roles que se deben jugar (Yo, Papá, ordeno, Yo, hijo, obedezco). Los pasé como compañero de trabajo, y ahí, la cosa cambia. Siempre, en sus múltiples trabajos, me tuvo como ayudante, excepto por ese en el que se dedicaba a la fabricación de llaveros, porque nunca me gustó. Particularmente había uno que me gustaba, que me llevaba al nirvana laboral (a pesar de mi corta edad) y que me hacía sentir pieza importante del ajedrez cuyo único objetivo era ganarse el pan: Vendedor de tornillos.

La tarea en sí era sumamente sencilla, solamente acompañarlo y permanecer en el carro y hacerle toda la plática posible en el camino, ya que sus viajes más frecuentes eran a la Ciudad de Saltillo. De regreso, recordarle que debíamos comprar tamales y pan de pulque y se acabó, era todo. Fue durante esos infinitos viajes donde conocí la importancia vital de la radio (y donde desarrollé mi eterno amor por La Tremenda Corte), que, sin saber, en los años venideros habría de jugar un papel determinante en mi pelelez futbolera. Corría, según me acuerdo, el año de 1990, y como cualquier aficionado que se precie debe saberlo, era año de mundial, mi primer mundial en condiciones mentales para entenderlo, ahora Pique era cosa de niños, ¡Yo ya sabía lo que era capaz de hacer un mono hecho de cuadros tricolores y con cabeza de balón!

Fue entre esos irrepetibles viajes cuando conocí lo que era una narración radial de futbol y por ende fue que conocí la verdadera manera de ver el futbol. Recuerdo las grandes hazañas de Walter Zenga bajo los tres palos blancos de la históricamente aburrida Italia (jugando al dichoso candadito algún día tenían que zorrajarles el hocico). Recuerdo la poderosa Alemania con sus colores soberbios bailando a cuanto equipucho se le pusiera en frente, con hombres con nombres impronunciables, llenos de consonantes y con sonidos desconocidos para mí. Recuerdo también que ahí fue cuando aprendí el término “cachirul”, cuando supe de un lugar chiquito, lejano y lleno de negros que vendría a poner en la mente del aficionado moderno el nombre inolvidable de Camerún. Recuerdo una Argentina lastimosamente derrotada, y sobre todo, recuerdo haber escuchado la final del 90 en la radio, en el estacionamiento de un taller mecánico, festejando la alegría de saber que el mundo del futbol tenía nuevo rey.

El domingo pasado, después de 20 años, sucedió de nuevo. Solo que ahora los papeles se habían invertido, o más bien se habían “traspuesto”. Ahora yo conducía por la carretera, con mi familia en el auto, tratando de sintonizar desesperadamente la estación de AM donde estuvieran transmitiendo el juego. ¡Deberían saber cómo me imagine el penal del 1-0! Perro Bermúdez, no sabes qué hermoso es no tener que escucharte. Luís García, si sigues enojándote en las transmisiones vas a seguir quedándote pelón. El narrador acertó a no decir el nombre de quien cobraría la pena, porque yo vi a un tipo enfundado en la camiseta de la selección que ni siquiera sabía si estaban de verde o blanco, que se perfiló y ejecutó a la perfección un penal que a la postre me llevaría al éxtasis futbolero y a la profunda remembranza.

Así el domingo realmente no viaje por la Nacional a Monterrey, sino de un carro moderno que conducía yo a un viejo sedán blanco, con una vieja radio, en cuyo mando viajaba papá.

Ahora entiendo porque amo a los vochos, al futbol y a mi papá.

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