viernes, 24 de julio de 2009

Viernes en la noche, sábados en la tarde.

Solían ser largas las noches en casa de mi tío Víctor, en las épocas en las que aún éramos amigos, o cuando menos familia. Cada viernes por la noche, él y su esposa Lety, de quien conservo gratos recuerdos (¿Qué mejor recuerdo que una tía que se parece al vocalista del Tropical Panamá, Francisco Javier?), pasaban por mí a casa y me llevaban a la suya, cerquita del estadio del Tec, aún recuerdo algunas tardes, amargas, en las que se podían escuchar desde esa casa las gargantas de miles de almas gritando al mismo tiempo la gran palabra del futbol. Hay tantas historias que podría contar de esa casa y de los momentos felices que viví estropeando las maquetas de trenes de mi tío.

En el cuarto que destinaban para mi hospedaje había un pedazo de papel hermoso, más largo que ancho: unos 50 centímetros de alto por otros 30 de largo. Blanco de fondo, contenía una cantidad casi infinita de caracteres, todos acomodados en una practiquísima posición, y en la parte superior tenía un círculo azul, con forma de pelota de futbol, con una U gigantesca y hermosa, amarilla, y las fauces feroces de un felino, al que al poco tiempo supe, le llamaban TIGRE.

Tantas letras en un solo cuadro de papel me impresionaban. Pasaba las noches viendo el papel, que pronto supe que era un “calendario oficial” de la temporada 87-88 de la primera división, y, cómo no, el patrocinador de semejante obra de arte era el que a la postre llegaría a ser el equipo de mis amores. Con el paso del tiempo las noches se volvieron más largas aún, había yo entendido que las letras estaban ahí para indicarme 4 fechas fundamentales que, con el tiempo también aprendería, eran las dos peregrinaciones más importantes de todo tigre. Todo tigre que se precie, sabe que, año con año, los Tigres se enfrentan dos veces a dos equipos a los que también gracias al tiempo he aprendido a amar: El Monterrey y el América. La tablita tenía cuadros vacíos para que se anotaran los resultados de de los partidos y yo usaba esos cuadritos para escribir mis vaticinios, mi oráculo, además de Don Rober, era el conocimiento de si iba yo o no a estar en el estadio el día del juego. Era sencillo, si Don Rober decía que Tigres iba a ganar, yo debía estar en el estadio durante el juego, de otra manera, Tigres perdería irremediablemente. Nunca entendí como funcionó eso, ni mucho menos entendí por qué nunca deje de creer en ese sistema, con tantos empates y derrotas que me llevé a cuestas a casa.

También fueron largas e incontables tardes al calor del sol en el Universitario, antes de que le pusieran ese ridículo nombre de “volcán”. Cambiarle los nombres a las cosas no es de hombres, y menos cuando el objeto es la casa de tu equipo. La mejor parte del encuentro siempre venía al final, obviamente, por que los vendedores de ogaperros rebajaban el precio de sus manjares poniéndolos al alcance de nosotros, los simples mortales. Cuántos recuerdos, cuántas razones para seguir al equipo auriazul.

Cuando me preguntan por qué hincho a Tigres, sin duda respondo “Porque ahí, un miércoles en la noche en un Tigres-Atlas, conocí la magia”

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